CAPÍTULO
4
LEZZLIE
Una
voz
Máximo acaba de
marcharse.
No
me quedó muy claro a que vino, pero me alegro de que lo hiciera.
Pienso en el abrazo que compartimos cuando le confesé la razón de
mi llanto y me avergüenzo de solo recordarlo.
No quiero quedarme
sola en la habitación, no para sumirme en los recuerdos y el dolor.
Estoy
a punto de abrir la puerta cuándo oigo voces.
Acerco
el oído a la madera.
—¿De
visita? —La voz me hes desconocida.
—¿Sabes?
Me encantaría quedarme a charlar sobre eso, pero no puedo. —Es
Máximo—No te le acerques. —Avisa con frialdad.
—En
Feuer, ¿estarás en casa? —pregunta la otra persona. Noto cierta
preocupación en su voz.
Me
pregunto con quién habla Máximo. Deduzco que es un hombre por el
tono de voz, y
mayor.
—No
lo sé; no creo tener ganas.
Silencio.
Oigo
pasos que se acercan y pasos que se alejan.
Repaso
las palabras «No te le acerques» en mi cabeza. ¿Hablaba Máximo de
mí?
Presiono
el oído contra la puerta, intentando averiguar que sucede. Siento
una respiración, es del hombre desconocido. Me aparto, con el
corazón acelerado. Me llevo la mano al pecho y la cierro con fuerza
en torno al amuleto que llevo colgado.
No
es más que una vieja llave, pero es lo único que guardo de mi
hogar. Lo único que me queda. El único recuerdo.
Avanzo
hacia la puerta y paso el seguro.
Del
otro lado el hombre se ríe al escuchar la fina cadena deslizarse
sobre la tranca.
—Eso
no te mantendrá alejada da mi. Lo sabes, ¿no?
No
respondo.
Espero
varios minutos, que a mi parecer son eternos, antes de salir.
Cierro
la puerta y me quedo en el pasillo observando el dorado número que
identifica la habitación. 802.
Doblo
a la derecha en el corredor, continúo sin saber que busco.
Por
el rabillo del ojo, diviso una figura que se acerca corriendo, sin
embargo no reacciono a tiempo de apartarme y ambas caemos al piso.
—Lo
siento, —se disculpa— ven, te ayudo.
Me
ofrece la mano, vacilando pero finalmente la tomo y me levanto. Me da
miedo quedarme aquí, con ella, dando a conocer mi presencia.
—No...no
pasa nada. Estoy bien.
Retrocedo
por el pasillo que venía, intentado alejarme.
—Soy
Ariel. —Comenta ella.
Veo
más gente circulando rápidamente por el barco, todos corren de un
lado a otro y llevan cosas consigo. Mochilas, bolsos, cajas.
—¿Qué
está pasando? —Desvío la conversación.
—¿No
lo sabes? —Niego con la cabeza. —Vamos a atracar. Todos recogen
sus cosas para volver a sus hogares.
La
idea de volver a mi hogar me pone triste, no lo tengo. No obstante me
alegro de esta gente que si lo tiene, y que quizás en ellos les
esperan sus familiares.
—Me
llamo Ariel. —La chica me aparta de mis pensamientos repitiendo su
nombre.
—¡Ariel!
—Grita un hombre de algún lugar no muy lejos.
—¡Por
aquí! —Responde ella.
El
hombre, que, al final no es tan hombre, sino un joven, aparece por la
esquina y viene hacia nosotras. No se que decir, ni que hacer. Tan
solo me quedo parada. Inmóvil.
No
sé como actuar frente a éstas personas; Máximo dijo que me
mantuviera alejada de extraños mientras pudiera.
—Ya
estamos en el puerto. —Avisa— Y... ¿quién es ella?
—Lezzlie,
pero prefiero Lezz. —Sin otra escapatoria, me presento.
—Él
es Aaron.
—Bien
Lezz, pues nos vamos. —Dice.
Me
doy cuenta de que me ha incluido en ese “nos”.
—Ah
no, no, no.
—Anda,
—la voz de Ariel muestra una minúscula suplica— necesitas ayuda.
Además, no se de dónde eres, pero de aquí no.
Aaron
no ve lo que Ariel si.
—¿A
qué te refieres?
Ella
menea la cabeza.
—Vámonos.
Pasamos por mi
habitación y recojo lo poco que tengo. No preciso ni cajas, ni
mochila.
Solo
me quedo con la ropa que llevaba el día del ataque. Mis jeans
azules, mi musculosa blanca, mis converse, la campera de cuero marrón
y mi colgante.
Ariel
me señala.
—¿Lo
ves? —Se dirige a Aaron— A eso me refería, no llevas nada.
—Señala mi pequeño bolso.
—Da
igual, vamos... —Me detengo—...eh...chicos, procuremos pasar
desapercibidos.
Aaron
me mira con el ceño fruncido, pero Ariel entiende a que me refiero.
Asiente.
—Por
detrás.
Llegamos a una
puerta en la proa. Arriba el letrero indica que es la salida de
emergencia.
—¿Por
qué tengo la sensación de que te ocultas de alguien? —Aaron
empuja la puerta y desciende por las escaleras sin darme oportunidad
de responder.
Mi
turno.
Doy
un paso, pero Ariel me coge del brazo.
—Toma,
póntela. —Miro lo que me entrega.
—¿Pero
no me dejará en evidencia?
—No.
Aquí es bastante común ver gente vestida así. Anda.
La
tomo y sigo al chico, preguntándome por qué es común ocultar tu
identidad.
Bajamos
dos pisos y salimos al exterior. Quedo maravillada ante lo que veo.
La
gente esta en todas partes. Se mueven de aquí para allá, cargando
sus cosas.
—Debemos
llegar al centro de Forp, el pueblo. Andaremos por entre la gente un
largo rato.
Miro
el movimiento que nos rodea, no será sencillo, pero llegaremos.
—Toma
esto, —Ariel me entrega uno de sus bolsos— disimulará.
—Gracias.
—No consigo comprender aún por qué está ayudándome, pero por el
momento decido confiar en ella.
—Mira,
nunca hemos hecho esto. —Aaron sonríe. —Somos algo así
como...chicos buenos. Respetamos las reglas. — Me siento culpable
de obligarlos a que hagan algo así por mí, alguien a quien acaban
de conocer. Ariel le propina un disimulado golpe.— Pero será
divertido.
—No
quiero complicarlos, puedo seguir sola.
—¡Que
va! ¿Y perdernos de tanta emoción? —Enmarco una ceja. —¿Una
chica guapa y desconcertada huyendo de quién sabe qué, y yo fuera
del espectáculo? ¡Vamos contigo mojarrita!
Me
río.
—¿Mojarrita?
—El me guiña el ojo.
—Iremos
detrás de ti, no cerca, pero tampoco demasiado lejos. —Me avisa
Ariel.
Asiento.
Debería
tener miedo, miedo a estar expuesta ante tanta gente que pueda
reconocerme; gente que puede llevarme con los prisioneros de mi
aldea, a Evalla. Pero en verdad no logro sentirlo.
La
lluvia cae fría en mi hombros, recuerdo que llovía cuándo salimos
fuera, pero no me había percatado de ello.
Estiro
el brazo en el aire y coloco la palma de mi mano hacia arriba.
Siempre me gustó la lluvia.
La
mayoría de las personas piensan en ella como un fenómeno natural
malo y depresivo; uno que, por ejemplo, les arruina el día.
Por
mi parte, me gusta.
Pasaba
las tardes escuchando el ritmo del repicoteo de las gotas, y
cantando. La lluvia solía inspirarme a crear, a disfrutar, a
sonreír; y, más allá de eso, como maestra agua, me reforzaba en
energía.
Reprimo
las lágrimas, hay tantos recuerdos que no quiero abandonar...
Suspiro.
—Bien,
vamos allá. —Digo, y emprendemos la caminata bajo la fría lluvia.
Hacía
ya varios minutos que estábamos avanzando cuando levanto la cabeza y
miro más allá, la gente se amontona aún más y los espacios para
caminar están más reducidos.
Circular
entre ellos venía siendo fácil y rápido, pero ahora tendremos
trabas.
—Nos
quedaremos en la hostelería del Almirante Jack.
—¿Almirante
Jack?
—Un
viejo lobo de mar.
—¿No
tienen un lugar a donde ir, como toda esta gente? —Miro a mi al
rededor.
Bajan
la mirada avergonzados.
Comprendo
al instante, ninguno tiene un hogar, solo se tienen el uno al otro.
—Oh,
lo siento. Bueno, pues supongo que compartimos el mismo dolor.
Sonríen.
—Mojarrita,
es imprescindible que no destaques ahora. Actúa normal.
—¿Qué
acción anormal esperas? —Finalmente le dejo llamarme así.
—No
lo sé, bailar bajo la lluvia, tal vez.
Lo
cierto es que dio en el palo.
—Aaron,
tu no puedes hablar de eso, te he visto cantarle al suelo. —Me
defiende Ariel.
No
lo entiendo por completo.
—Soy
maestro tierra. —Explica— ¿De qué aldea eres tu?
Me
quedo helada, sin saber que responder.
La
única palabra que viene a mi mente es el nombre de mi aldea, Cavall.
Pero no puedo contárselo.
Desvío
la mirada, no me siento bien ocultándole cosas a Ariel y Aaron, a
pesar de recién conocerlos, ellos me están ayudando sin nada a
cambio y, si hay alguien que merece mi confianza son ellos.
Entonces
lo veo.
—¡Diablos!
¿Cómo
puede ser?
—¿Qué
sucede? —preguntan al unisono. Siguiendo mi mirada.
—Nada...
Me
observan y luego a la gente que tengo delante.
El terror me invade por
completo. Es él, es uno de ellos. Varios metros delante nuestro se
sitúa uno de los hombres que irrumpieron en mi casa. El hombre que
me arrebato a mi hermana está a tan solo metros; una gran cicatriz
recorre todo el lado derecho de su cara, desde el ojo hasta la
comisura de los labios. No podría confundirla jamás, fue lo último
que vi en aquel momento. Esa marca permanece grabada en mi cabeza
aún, y por las noches perturba mis sueños, provocándome
pesadillas.
—¿Lezzlie?
Los
músculos se me contraen al recordar los cálidos ojos de mi hermana
inundados de temor.
Corro.
No
miro atrás.
Él
corazón me late rápidamente, y los nervios me invaden.
Me
precipito entre la gente aventando golpes.
—¡Ey!
El
cuerpo me pide que siga, y le obedezco.
Supongo
que esto no es “actuar normal”, no creo que aporte en no
destacar. Aún así, no me detengo.
Empujo
al que se encuentre en mi camino, y lo siento por ellos, de verdad.
Al principio me disculpo, pero luego dejo de hacerlo.
Por
primera vez desde que dejé mi hogar, olvido la agonía, la
nostalgia, la soledad, la culpa, las preocupaciones; ya no queda
nada, el temor a aquel hombre desaparece.
Mi
mente está en blanco. Solo siento el viento en mi cara, la lluvia
fría y el calor recorriéndome el cuerpo como si fuera fuego.
Llego al centro del
pueblo, me detengo. Busco a mi al rededores personas que me sigan
pero
no
las encuentro. Observo la plaza. Los árboles son altísimos, y las
hermosas hojas verdes cubren el cielo gris.
Ariel
y Aaron no tardan en encontrarme.
—¡Mojarrita!
Se suponía que no destacarías. —Se ríe entre jadeos— Pero
valla manera de no hacerlo.
—Nos
asustaste, creímos que huías de alguien.
—A
decir vedad, no tengo idea de quién debo protegerme. —Hago una
pausa— No reconozco a las personas de las que me hablaron. —No es
mentira, pero tampoco es totalmente cierto.
Aaron
se coloca a mi lado y señala un sector del camino.
—Allá,
en el estrado. Ése es Kassaik, mantente lejos de él mientras sea
posible. Todo corre peligro cerca de él.
—Vale.
—Bien,
ahora ya conoces a uno. —Exclama sin mucho ánimo.
Caminamos
el resto del camino hacia la hostelería sin decir palabra. Supongo
que cada uno tiene pensamientos en los que sumirse.
Mi
mente llama los recuerdos de mi antigua vida, y ellos despiertan como
buenos obedientes.
Veo
a mi padre moviéndose de aquí para allá, saltando, girando, y
haciendo macacadas, mientras me enseña a manejar mi elemento en el
patio.
Mi
madre sale por la puerta, con mi hermana en brazos. Karoline tiene
tan solo un año...El sutil codazo de Ariel me arrastra devuelta al
mundo real.
Frente a nosotros
hay una casa antigua de dos pisos. La puerta es alta, en el centro se
encuentra
una ancla, sirviendo de golpeador. Cuelga de ella el letrero con el
nombre “Almirante Jack” y debajo de éste hay una oración.
—“Tienda
la cama”—lee Aaron— ¿Es enserio?
En
ese instante el pórtico se abre y sale un señor -ya mayor- vestido
con tirantes y sombrero, fumando de una pipa.
—Si.
Es enserio. —Responde.
Sonrío.
—Buscamos
alojo. Por... —no se cuánto tiempo necesitamos permanecer allí,
así que dejo la frase sin terminar.
—¡Ariel,
Aaron! ¿Cómo están? ¿Ha llegado ya el Silánoe?
Al
parecer ya se conocían, me aparto de la conversación.
—¡Adentro,
que os estáis mojando!
El
hogar esta adornado de forma muy sutil y delicado. Con majestuosos
cuadros colgados en las paredes, y floreros en cada esquina. El olor
a antigüedad se siente en el ambiente no obstante, el olor a mar lo
supera.
Una
gran mesa ocupa el centro de la sala, la rodean ocho sillas de
respaldo alto, con estampado de monedas de oro y pintura plateada.
Detrás, está la cocina. Un mujer viene de allí y nos saluda a
todos.
Ariel
y Aaron deben de hospedarse aquí muy seguido ya que éstas amables
personas los tratan como si se conociesen de toda la vida.
No
obstante, no tardo en descubrir que se debe, la mayoría, a su
personalidad. Puesto que no tardan en recibirme de igual forma.
Nos
asignan las habitaciones, tres.
—La
cena estará en dos horas. Podéis subir y acomodaros. Los llamaremos
para cuando esté lista.
Asentimos
y damos las gracias.
—Estoy
empapada, y me apetece un baño. —Me excuso.
Los
chicos se quedan unos minutos más abajo, charlando con los
anfitriones; mientras yo subo a mi habitación.
El
pasillo es largo, y lleva a muchas habitaciones, miro mi número. 23.
Entro
y dejo mi bolsa sobre la cama, la de Ariel la he dejado abajo, junto
con las demás.
Me
doy una rápida ducha. Quisiera permanecer más tiempo allí, pero
tengo algo que hacer.
Decido vestirme con
mi ropa de casa. Vuelvo a colgarme mi amuleto de llave. Me recojo el
pelo
en un moño desprolijo y me concentro.
Mis
clases de entrenamiento se dividían en sectores. La señorita Loren
nos enseñaba arte de defensa, el profesor Clityon era el encargado
de las artes estratégicas y la señora Bork de las artes que
restaban. Dos días antes del ataque a la aldea, el entrenamiento con
Clityon se centraba en enviar mensajes a distancia.
“Imaginen
un papel, una nota” ordenó.
Eso
hago y, para mi sorpresa no tarda en proyectarse una frente a mí.
Ahora
el mensaje. Resoplo.
—Esto
será difícil. —Pienso en voz alta y por un instante albergo la
terrorífica sensación de escuchar aquella desconocida voz del barco
responderme.
Vuelvo
a concentrarme y pruebo con palabras cortas: “Almirante Jack”
Realizo
un leve movimiento de muñeca como Clityon enseñaba y las palabras
se vuelven reales. Azules como el mar, flotan delante de mí. Con un
parpadeo ambas manifestaciones se unen y desaparecen, comenzando su
recorrido.
No
es lo que pensaba, pero servirá.
Finalmente
me lanzo a la cama, con la esperanza de haber hecho bien la nota.
Me
pregunto que será de mi ahora.
No
es que no me agrade, el ambiente huele a mar y hay notable decoración
marina; me recuerda a mi hogar. El lugar es confortable, pero no
quiero quedarme aquí, en el Admirante Jack por siempre.
No
es la vida que planeé para mi. No es lo que quiero.
Cedo
ante el cansancio y me duermo.
Media hora después,
despierto sobresaltada, alguien me sacude por el hombro.
—Despierta.
—¿Hum?
—balbuceo, aún no logro articular palabras. Lo intento otra vez—
¿qué sucede? —Pregunto esta vez.
—Tienes
visitas.
—¿Visitas?
Salto
de la cama.
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La llave de Lezzlie:
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